ATARDECER DE ALTURA

Fue un día de primavera, de los que se recuerdan; de esos que la luz, la temperatura y la justa brisa hacen honor a esa mágica estación.

Mi compañera de clase, al salir me invitó a su casa; muy gustosa accedí, con el sutil presentimiento de que en aquel momento puntual le venia bien mi compañía. Al abrir las puertas de su inmenso salón, me quede sin capacidad de reacción, al verme atrapada ante tanta belleza.

Estábamos justo en medio del Paseo de San Lorenzo; había la misma porción de playa a cada lado, a la altura de su 9° piso, era tan hermoso lo que se reflejaba en mis ojos, que me sentí tocada por un halo mágico. Ocurrió de una forma inesperada, de tal modo, que me invadió una nueva sensación, parecía que viera por primera vez ese mar y esa playa, a pesar de que mi vida cotidiana discurría en su misma orilla

Desde la altura era diferente, la abarcaba y la abrazaba, era toda para mi, y venia envuelta con las alargadas sombras del atardecer.

Después de despedirnos, y ya dentro del ascensor, en los cortos segundos del recorrido, intenté imaginar lo que seria esa panorámica para mi amiga cuando sus ojos se nieguen a ser fieles a la realidad, cuando su vista se nuble con plomiza arenilla, cuando para sus ojos la luz no sea luz, sino oscura nebulosa. Le había oído decir que padecía una rara enfermedad y sus ojos estaban abocados a cerrarse.

Antes de salir del metálico silencio del ascensor sentí un tremendo escalofrío.


Pepa Fernández 2003

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